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Niñas desobedientes: Memoria, fantasía y resistencia en el cine dirigido por mujeres centroamericanas.

  • Foto del escritor: Maria José Merino
    Maria José Merino
  • 21 ene
  • 10 Min. de lectura

Actualizado: 28 ene

Por: Maria José Merino | Ensayos




Un poema fascinante, extraordinario por capturar el encanto profundo de la duda y la asombrosa belleza que guarda la modestia, cierra su lírica con un par de versos que, al leerse por primera vez, se vuelven inolvidables:


"We look at the world once, in childhood.

The rest is memory."


“Miramos el mundo una sola vez, en la infancia.

El resto es memoria.”


Se trata de Nostos, un poema de Louise Glück, donde la poeta explora ideas que también laten en el corazón del trabajo cinematográfico. Glück reflexiona sobre la nostalgia a través de la imagen de un manzano floreciendo, visto durante la infancia desde una ventana. Décadas después, ese árbol ya no existe, y el recuerdo podría estar adornado por los artificios de la memoria.

¿No es acaso lo que vimos a través de las ventanas y puertas de nuestra infancia lo más parecido a nuestras primeras películas? Sostengo que las y los cineastas perseguimos esa creación irrepetible: la primera historia gestada por nuestra mirada, luego escrita y reescrita por nuestra memoria. Ese gesto original se convierte en una búsqueda incesante que define nuestras vidas y en el mejor de los casos, nuestra obra. 


La historia del cine está atravesada por la cuestión de la infancia. Las y los niños se convirtieron en protagonistas desde los comienzos del séptimo arte y muy rápidamente comprendimos que eran también ávidas audiencias. La exploración de la mirada infantil ha sido uno de los recursos más poderosos para articular lenguajes cinematográficos y más significativo aún a la hora de desarticularlos. Este enfoque lúdico y experimental ha abierto la puerta a deconstrucciones necesarias de la mirada hegemónica del cine, cuestionando las narrativas patriarcales y coloniales que han dominado históricamente el medio.


En este sentido, no me sorprendió encontrar tres películas que se construyen desde la perspectiva de la infancia y que llamaron profundamente mi atención mientras revisaba las obras recientes de mujeres cineastas centroamericanas, en mi búsqueda de un cine contemporáneo con perspectiva de género. Me refiero a La hija de todas las rabias (2022) de Laura Baumeister, El Eco (2023) de Tatiana Huezo y Delirio (2024) de Alexandra Latishev.


Centroamérica es una región cuya cinematografía, aunque limitada en volumen y con condiciones de producción adversas, resulta profundamente significativa en cuanto a nuevas formas de comprender el cine latinoamericano. 

Hablar de un movimiento cinematográfico centroamericano es difícil y conlleva comprender que se trata de una región que depende de industrias internacionales para existir, incluyendo no solo co-producciones que involucran financiera y artísticamente a otros países con más y mejores estructuras de apoyo a la creación, sino que también un diálogo permanente con espacios de industria, festivales, escuelas de cine y otras muchas instituciones de rigor internacional. De tal forma, cuando nos detenemos a pensar las obras de cineastas centroamericanas, tenemos que comprenderlas como parte de flujos culturales de fronteras flexibles y  permeados por movimientos internacionales. 

Por estas razones, y sin ningún interés por un regionalismo rígido, me permito hacer una reflexión sobre la infancia, el género y el cine a partir de 3 películas cuyas directoras son de origen centroamericano, lo cual tiñe políticamente su mirada sin cercar necesariamente sus historias a un contexto único. 

Tres niñas de edades similares protagonizan cada una de las obras: María, en Nicaragua, protagoniza La hija de todas las rabias, y comparte la trama con su madre Lilibeth con la que vive a los alrededores de un vertedero de basura. La película toca problemáticas políticas relacionadas con la extrema pobreza y la violencia del sistema mientras seguimos la lucha de las dos personajes contra las amenazas de pandillas criminales locales tras la muerte de una camada de cachorros que Lilibeth les había prometido. Sobresale entre las múltiples dificultades sociales, la relación madre e hija, que fluctúa entre conflictos y complicidades, convirtiéndose en el núcleo luminoso de la trama, fortalecida por la entrañable interpretación naturalista de ambas actrices.


Luz Ma es una de las protagonistas de El Eco, en México, junto con otras mujeres de varias generaciones habitantes del pueblo que lleva el nombre del título de la película. La comunidad cuida con dulzura y determinación de animales y personas adultas mayores a pesar de un clima político atravesado por complicaciones relacionadas con la pobreza y la discriminación. Es a través de los contrastes entre la vejez, la juventud y la infancia que examinamos la capacidad crítica de las personajes con respecto a sus libertades, el destino de sus propios cuerpos y el manejo de sus vínculos emocionales, examinando con interés problemáticas alrededor del machismo y los roles de género en la comunidad. 


Masha, protagonista de Delirio en Costa Rica, vuelve de la mano de su madre a casa de su abuela para cuidarla durante su enfermedad mientras lidia con una presencia misteriosa relacionada con los traumas generacionales. El miedo a la violencia machista habita el espacio doméstico convirtiéndose en una amenaza latente que se apodera del cuerpo y la mente de las tres generaciones de mujeres retratadas. Palpita una frustración evidente en la relación familiar entre las tres, evidenciada por una rigidez fría en el trato y en el trabajo gestual y corporal de las actrices, sin dejar atrás la importancia del cuido que destaca en el vínculo entre Masha y su madre, pues atraviesan la tensión con manifiestos y poderosos instantes de ternura. 


Las tres películas se tejen pues a partir del hilo que va marcando el vínculo entre varias generaciones de mujeres. El valor en cuanto a la postura crítica alrededor del género está en centrarse en el punto de vista de las niñas, de la infancia, de la generación más reciente. Es a partir de ellas que las cineastas se permiten romper con la herencia del estereotipo femenino en sociedades patriarcales y violentas sin necesariamente deshacerse del lazo afectivo con las demás mujeres adultas que las preceden. La mirada infantil desobediente deforma el orden preestablecido, avanza al margen de las reglas sociales y crea un terreno fértil para hacer crecer identidades rebeldes, que se escapan de lo que socialmente define a las mujeres. 


En “Infancia y melancolía en el cine argentino”, la investigadora Sophie Dufays nos recuerda lo siguiente: 


“Los niños, que durante siglos han compartido con las mujeres el espacio doméstico de la casa y el hecho de ser tradicionalmente “protegidos y excluidos de la vida pública”, constituyen personajes propicios para interrogar, dentro de un relato, las reglas que se imponen a la formación de la identidad indisociablemente física (sexual) y lingüístico-discursiva.”


Las tres películas juegan con géneros que subvierten el orden de lo establecido: el terror, el suspenso y la fantasía. Accedemos al universo de los sueños, de los delirios y de la espiritualidad desde un lenguaje documental, naturalista, que nos recuerda que estos terrenos son también ventanas abiertas para observar la verdad a través de la memoria.  En las tres películas nos permitimos hablar con fantasmas, acercarnos al mundo de los muertos, cuyas imágenes y sonidos nos proponen claves para debatir muchas de nuestras interrogantes sociales.

Estas niñas desobedecen porque saben, tal vez intuitivamente, que para romper con la violencia que las envuelve deben reimaginar sus entornos. La desobediencia, así sea sutil, se convierte en una herramienta que desmantela patrones heredados y, al mismo tiempo, teje un puente hacia sus madres proponiéndoles una alternativa al ciclo de la supervivencia. En sus miradas hay furia contenida, pero también esperanza; en sus gestos, un desafío a las normas que las han moldeado, pero también una búsqueda de conexión con quienes comparten sus cicatrices. 


La infancia como protagonista es una respuesta formal y política a un contexto en el que el género sigue siendo una circunstancia de riesgo, y el cuerpo de las mujeres no deja de representar una crisis política visceral. Efectivamente, Centroamérica es una región en la que la guerra contra el cuerpo de las mujeres es una forma primordial de la violencia sistemática ( “Según El Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), la tasa de homicidios por cien mil habitantes en Centroamérica y República Dominicana (17.3) está ligeramente por encima de la tasa latinoamericana (16.8)”). La representación del género como tal en el cine anclado en este contexto, se queda corta. Es necesario reimaginar. 


La mirada infantil en el caso de estas tres obras abandona la representación como objetivo narrativo y discursivo para liberar la posibilidad de crear la propia identidad, el propio cuerpo y adueñarse del deseo. Sophie Dufays reafirma en su investigación que es en situaciones históricas traumatizantes en las que “la mirada infantil aparece como un recurso cinematográfico ideal para presentar o evocar esa situación bajo el ángulo de una historia mínima o íntima y, sobre todo, de una forma que evite a la vez la pretensión ilusoria de la objetividad y la insistencia inversa en la construcción subjetiva, parcial y limitada de cada decisión fílmica.”


Volviendo a la mirada original del mundo durante la infancia, los tres filmes que aquí destacamos nos recuerdan la poderosa capacidad de creación de la mirada infantil, alejada de la percepción despectiva que a veces le asignamos con inexactas ideas de inocencia e ignorancia. La infancia opera en un universo que luego, desde la mirada adulta, resulta profundamente misterioso: el de la negación del lenguaje. La percepción infantil es aguda en cuanto a sentidos: nuestro sitio en el mundo se construye más a partir de luces, formas, sonidos, sensaciones, que a través de las palabras. Esta manera de comprendernos, de razonar alrededor de quienes somos y cómo nos comunicamos con nuestros entornos es luego colocada con cierto desdén, conforme nos convertimos en personas adultas, en un sitio secundario con respecto al pensamiento a través del lenguaje. 


La infinita capacidad creativa del lenguaje audiovisual adquiere un valor único justamente cuando explora las posibilidades de las imágenes y de los sonidos a la hora de proponer sentido y de generar emociones. La creación de una película que desafíe las convenciones creativas formales es una oportunidad para revivir aquella mirada primera con la que experimentamos el mundo de niñas. Es además, para aquellos y aquellas cineastas que se aventuren en la creación de formatos visual y sonoramente provocadores, una propuesta para que las personas espectadoras se desprendan del mundo verbal por unos minutos. La infancia y el cine se legitimarían así mutuamente como espacios en los que efectivamente pensamos de manera distinta y subversiva a la vez que proponemos modelos sociales novedosos y libres. 


La nostalgia no deja de acompañar la mirada infantil pues es resultante del desdoblamiento que debemos atravesar como artistas para evocar a la vez la memoria de la infancia y su análisis desde el presente, es un recorrido político y creativo. La infancia nos permite deconstruir para volver a crear, abrazando la contradicción y el miedo de la mano de la fantasía pero también comprendiendo la complejidad de una realidad que no se nos escapa por ser niñas. Todo lo contrario: es tal vez la infancia este dispositivo subversivo a través del cual alcanzamos la verdad recorriendo con honestidad la pureza de la fantasía más inventiva. Dufays en su reflexión sobre la infancia nos invita a cruzar esa barrera de la realidad que nos impone la división de géneros documentales y de ficción, para alcanzar en el discurso algo a la vez más verdadero y a la vez más intangible: “El cine de ficción fundado en una mirada de niño tiene por su parte un efecto documental particular: produce la impresión de mostrar una realidad ni completamente objetivada ni totalmente subjetivada.  Es una mirada que no se queda a distancia de su objeto; quiere alcanzarlo, entenderlo, tocarlo. Pero no lo logra, lo que le impide participar plenamente en este objeto; le deja entonces una parte de su misterio.” 


Las obras de Baumeister, Huezo y Latishev son vivos y recientes ejemplos de este detenimiento en la creación formal del cine como propuesta no solo artística sino que también discursiva. Solo una de ellas, El Eco, entra si se quiere en el género documental, pero las tres proponen un mundo visual que nos recuerda al cine de lo real: cámaras en mano, seguimientos de personajes, planos enmarcados por las estructuras de las puertas, de las ventanas y de los espacios que habitan las personajes, retratos de paisajes, hogares y espacios habitados… Y aquí el sonido se vuelve un aliado que agrega capas fundamentales para explorar una verdad que va más allá de lo visible. Las mezclas sonoras ingresan en la naturaleza de una forma envolvente y profunda que se mezcla con el mundo de la fantasía, del misterio y de las formas espectrales. En el sonido nos desatamos la necesidad absoluta del lenguaje, la rigidez de la representación de la realidad para encontrar verdades que, gracias a la potencia de la imaginación y de la percepción infantil, dejan de ser imperceptibles. 


Regresemos al poema de Glück, a ese instante único en el que descubrimos un paisaje por primera vez, antes de que la memoria, con su inevitable artificio, lo transforme en eco y en reconstrucción. Las películas de Baumeister, Huezo y Latishev nos invitan a ese ejercicio sublime: volver a mirar, pero no desde una nostalgia complaciente, sino desde la potencia creadora de la duda. Aquí, la infancia no es un refugio de inocencia perdida, sino un terreno crítico donde el cine mezcla modestia y ambición, revelando así la fragilidad de muchos de nuestros discursos adultocéntricos mientras refuerza el poder de un gesto político sencillo.


Estas obras nos anuncian un cine que aprecia las imperfecciones de la memoria, que acoge las fisuras entre lo vivido y lo imaginado. En sus imágenes, el realismo se abre paso hacia la fantasía; la resistencia social se entrelaza con el susurro de lo mágico. En un acto de absoluta audacia, estas películas nos devuelven al cine como un arte del desdoblamiento: capaz de conjugar la ternura con la subversión, lo íntimo con lo colectivo, lo irreal con lo urgente.


En Centroamérica, donde los cuerpos femeninos han sido históricamente campos de batalla, estas niñas y sus miradas desobedientes ofrecen una grieta en la narrativa hegemónica, una alternativa radical a la perpetuación de los ciclos de violencia. Sus ojos no solo observan; interrogan. Sus gestos no solo narran; transforman. La infancia, en estas películas, es un acto de memoria activa que desmantela, reimagina y, finalmente, reconstruye.


Así, las películas regresan a la raíz del cine, a ese discurso modesto que no teme a las dudas ni a los bordes desiguales del recuerdo. Pero lo hacen sin renunciar a su fuerza discursiva, recordándonos que el cine no solo documenta el mundo: lo toca, lo reinventa y lo deja vibrando. Ese es el poder misterioso e inagotable de la infancia.


Referencias: 

Películas:

Baumeister, L. (Directora). (2022). La hija de todas las rabias [Película]. 

Huezo, T. (Directora). (2023). El eco [Película]. 

Latishev, A. (Directora). (2024). Delirio [Película]. 

Textos:

Glück, L. (2009). Nostos. En A Village Life.

Dufays, S. (2016). Infancia y melancolía en el cine argentino: de La ciénaga a La rabia. Revista de estudios culturales, 12(1).

Solano-Acuña, A. S., Rodríguez Brenes, S., & Hernández Ramírez, M. (2024). Violencia de género: primera escuela de todas las otras formas de violencia en Centroamérica. Universidad Nacional, Costa Rica.


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Imagen: Fotograma de Delirio, de Alexandra Latishev. Masha lee en la cama con su abuela.

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